Epistocracia y anomalías políticas


TONI AYALA (texto y foto)

Después de los hechos de finales de 2017 en Catalunya, con la jornada del 1-O y las posteriores elecciones autonómicas catalanas del 21-D bajo la aplicación del artículo 155, no han dejado de producirse una serie de anomalías políticas. No solo se vienen dando en Catalunya, sino a nivel institucional de la Unión Europea y en el conjunto de España.

La anomalía política se refiere, básicamente, a los derechos de los electores, los votantes. De la misma manera que esta década ha sido fallida a nivel de entendimiento político -desde las progresivas consecuencias del sablazo al Estatut hasta su culminación con la intervención de las instituciones de autogobierno catalanas-, también es cierto que (toda) la clase política se ha escudado en las instituciones judiciales para evitar solucionar los conflictos de una forma dialogada, pactada o, dicho sea de paso, política.

De la misma forma que el Tribunal Constitucional (TC) lleva años deliberando sobre cuestiones que los políticos no han sabido solucionar, seguramente, no se recuerda una campaña electoral donde la Junta Electoral Central (JEC) haya intervenido tanto. No solo con la retirada de los lazos amarillos, sino también para resolver cuestiones sobre quién puede o no participar en un debate electoral. Los partidos han recurrido a la JEC de la misma manera que han acudido al TC o al Tribunal de Cuentas o a cualquier juzgado de primera instancia.

Desde el punto de vista del interés del votante, uno se podría preguntar si un órgano de arbitraje judicial como este puede dictaminar quién puede participar o no en un debate electoral en una televisión privada. Es decir, es normal que en una cadena pública solo puedan intervenir los candidatos de partidos con representación en el Congreso, pero, ¿en una privada?

Por otro lado, ¿por qué la ley permite presentarse a candidatos que, después, una vez elegidos, no pueden ejercer su cargo por las razones que sean? Ya no se trata de entrar en si se vulneran o no los derechos de estos políticos, sino que la reflexión de fondo es qué pasa con los miles y, en ocasiones, millones de votantes que pueden depositar su confianza en estos candidatos y candidatas.

Esto ha sucedido con las elecciones catalanas, pero, también, con las españolas, y sucederá con las europeas y las municipales. Ya no se trata de nombres de candidatos, de si es Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Joaquim Forn o Jordi Sánchez, sino que se trata de reflexionar sobre la esencia misma de los derechos de miles de votantes anónimos cuyos nombres no salen en los titulares de la prensa.

¿Por qué se puede presentar un candidato a las elecciones y, después, no poder ejercer el cargo para el que ha sido elegido?

Es normal que haya gente que piense que la política está judicializada e, incluso, que hay partidos que puedan utilizar la justicia (española o europea) para sacar réditos políticos. También habrá gente que se pregunte por qué hay partidos que configuran sus listas con candidatos que igual no pueden ejercer su cargo porque están en medio de procesos judiciales. Pero, ¿qué pasa con el votante?

La teoría de Brennan

El filósofo y profesor en la Universidad de Georgetown Jason Brennan lanzó hace tres años una polémica teoría política, en su libro Against Democracy (Contra la democracia), que se centraba, precisamente, en el votante.

Su trabajo salió justo después del referéndum del Brexit y antes de que Donald Trump fuera elegido presidente de Estados Unidos. La polémica teoría de Brennan parte de la premisa de que «en general, los votantes son unos ignorantes».

La sociedad estaría formada por algo así como hobbits (gente desinformada que debería abstenerse de votar por responsabilidad); los hooligans (fans de un partido como cualquier forofo de un equipo de fútbol); y los vulcanos (estudian la política con objetividad científica, respetan las opiniones opuestas y ajustan cuidadosamente las suyas).

Según este profesor, «cuando se trata de información política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no sabe nada y mucha gente sabe menos que nada». Por lo tanto, él apuesta por implantar la Epistocracia, “un sistema en el cual sólo pueden ejercer el derecho a voto por sufragio electoral aquellas personas que tengan cierto conocimiento sobre Ciencias Sociales y se encuentren lo menos sesgados posibles”.

Brennan bebe de la fuente de Platón y John Stuart Mill, que sostenían que el voto universal era un mal sistema porque da el mismo peso al voto de una persona completamente desinformada que al de una informada. Incluso se aferra a aquella frase célebre del exprimer ministro británico Winston Churchill, quien, en 1947, afirmó aquello de que “la democracia es el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás sistemas que se han probado”. Según Churchill, “el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio”.

Ahora bien, ¿no es precisamente potestad de los votantes defender la democracia y el valor de su voto una vez las autoridades democráticas los han llamado a votar? ¿Cuando se producen anomalías políticas como no poder ver ejercer el cargo al candidato que has votado no se está tratando a los electores de una forma epistocrática? ¿No se interviene y neutraliza, en última instancia, la libertad del valor del voto?

En realidad, ¿el mensaje que las autoridades españolas y europeas están dando a miles y miles de votantes no es ya epistocrático? Es decir, ¿no se le dice a estos electores, “tú eres un hobbit desinformado que no sabes que tu candidato no podrá ejercer” o bien “tú eres un hooligan de los partidos que saben que presentan candidatos que no podrán ejercer y, aun sabiéndolo, les votas”?

Hay quien asegura que, con el retorno de los populismos y referéndums como el Brexit, estas teorías críticas como la de Brennan encuentran una nueva oportunidad para ser escuchadas. Pero, seguramente, el principal fallo de la teoría de Brennan es que se centra en la capacidad del votante para saber elegir su voto, cuando la realidad es que lo que se debe poner en duda es la capacidad de los políticos para ejercer como tales.

Según una encuesta realizada por YouGov en 14 estados de la UE para el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, casi 100 millones de ciudadanos europeos todavía no saben a quien votar en las próximas elecciones. Más del 50% del electorado afirma que no acudirá a las urnas entre los próximos 23 y 26 de mayo. Pero, ¿de quién es problema? ¿Del votante? ¿O más bien de los políticos que no les ofrecen proyectos de vida colectiva lo suficientemente atractivos, creíbles y seguros?

Los acontecimientos de este siglo XXI, desde la crisis económica al conflicto soberanista catalán, han puesto de manifiesto que el problema, en España (o en el Reino Unido o en Estados Unidos o en la UE, por poner algunos otros ejemplos), no son los votantes, sino los políticos, por lo que la teoría de Brennan se debería aplicar a la inversa: no sobre las capacidades del elector para votar, sino sobre las capacidades del político para presentarse a unas elecciones, ser elegido y ejercer su cargo adecuadamente. También ha sido una de las lecciones del Brexit.